jueves, 1 de noviembre de 2007

INTRODUCCIÓN A "LOS MITOS GRIEGOS" DE ROBERT GRAVES


(...) La Europa antigua no tenía dioses. A la Gran Diosa se la
consideraba inmortal, inmutable y omnipotente; y en el pensamiento religioso no se había introducido aun el concepto de la paternidad. Tenía amantes, pero por placer, y no para proporcionar un padre a sus hijos. Los hombres temían, adoraban y obedecían a la matriarca, siendo el hogar que ella cuidaba en una cueva o una choza su más primitivo centro social y la maternidad su principal misterio. Por lo tanto, la primera víctima de un sacrificio público griego era ofrecida siempre a Hestia, diosa del Hogar. La imagen blanca y anicónica de la diosa, quizás su emblema más difundido, que apa- rece en Delfos como el omphalos u ombligo, puede haber repre- sentado originalmente el elevado montón blanco de ceniza apre- tadamente acumulada que encerraba el carbón encendido, y que constituye el medio más fácil de conservar el fuego sin humo. Más tarde se identificó gráficamente con el montón blanqueado con cal bajo el cual se ocultaba el muñeco de cereal de la cosecha, que se sacaba germinando en la primavera; o con el montón de conchas marinas, o cuarzo, o mármol blanco, bajo el cual se ente- rraba a los reyes difuntos. No sólo la luna, sino también (a juzgar por Hemera de Grecia y Grainne de Irlanda) el sol eran los símbo- los celestiales de la diosa. Sin embargo, en la mitología griega más antigua, el sol cede la precedencia a la luna, que inspira el mayor temor supersticioso, no se oscurece al declinar el año y tiene como atributo el poder de conceder o negar el agua a los campos.
Las tres fases de la luna nueva, llena y vieja recordaban las tres
fases de doncella, ninfa (mujer núbil) y vieja de la matriarca. Luego, puesto que el curso anual del sol recordaba igualmente el desarrollo y la declinación de sus facultades físicas -en la primavera doncella, en el verano ninfa y en el invierno vieja- la diosa llegó a identificarse con los cambios de estación en la vida animal y vegetal; y en consecuencia con la Madre Tierra, quien al principio del año vegetativo sólo produce hojas y capullos, luego flores y frutos y al final deja de producir. Más tarde se la pudo concebir como otra tríada: la doncella del aire superior, la ninfa de la tierra o el mar, y la vieja del mundo subterráneo, representadas, respectivamente, por Selene, Afrodita y Hécate. Estas analo- gías místicas fomentaron el carácter sagrado del número tres, y la diosa Luna aumentó hasta nueve sus facetas cuando cada una de las tres personas -doncella, ninfa y anciana- apareció en tríada para demostrar su divinidad. Sus devotos nunca olvidaron por completo que no existían tres diosas, sino una sola, aunque en la época clásica el templo de Estínfalo en Arcadia era uno de los po- cos subsistentes donde todas ellas llevaban el mismo nombre: Hera.
Una vez admitida oficialmente la relación entre el coito y el
parto -un relato de este momento decisivo en la religión aparece en el mito hitita del cándido Appu (H. G. Güterbock: Kumarbi, 1946)- la posición religiosa del hombre mejoró poco a poco y se dejó de atribuir a los vientos o los ríos la preñez de las mujeres. Parece ser que la ninfa o reina tribal elegía un amante anual entre los hombres jóvenes que la rodeaban, un rey que debía ser sacrificado cuando terminaba el año, haciendo de él un símbolo de la fertilidad más bien que el objeto de su placer erótico. Su sangre se rociaba para que fructificasen los árboles, las cosechas y los rebaños, y su carne era, según parece, comida cruda por las ninfas compañeras de la reina -sacerdotisas que llevaban máscaras de perras, yeguas o cerdas. Luego, como una modificación de esta práctica, el rey moría tan pronto como el poder del sol, con el que se identificaba, comenzaba a declinar en el verano, y otro joven, mellizo suyo, o supuesto mellizo -un antiguo término irlandés muy apropiado es "tanist"- se convertía en el amante de la re- ina, para ser debidamente sacrificado en pleno invierno y, como recompensa, reencarnarse en una serpiente oracular. Estos consor- tes adquirían el poder ejecutivo sólo cuando se les permitía repre- sentar a la reina llevando sus vestiduras mágicas. Así comenzó la monarquía sagrada y, aunque el sol se convirtió en un símbolo de la fertilidad masculina una vez identificada la vida del rey con el curso de sus estaciones, siguió estando bajo la tutela de la Luna, así como el rey siguió bajo la tutela de la reina, al menos en teoría, hasta mucho tiempo después de haber sido superada la fase matriarcal. Así pues, las brujas de Tesalia (una región conservadora) solían amenazar al Sol, en nombre de la Luna, con envolverlo en una noche perpetua.(Apuleyo, Metamorfosis, iii.16)

Sin embargo, no hay prueba alguna de que, ni siquiera cuando
las mujeres ejercían la soberanía en las cuestiones religiosas, se negaran a los hombres algunos campos en los que pudieran actuar sin la supervisión femenina; aunque es muy posible que adoptaran muchas de las características del «sexo débil» hasta entonces consideradas funcionalmente propias del hombre. Se les podía confiar la caza, la pesca, la recolección de ciertos alimentos, el cuidado de manadas y rebaños y la ayuda para defender el territorio tribal contra los intrusas, con tal que no trasgredieran la ley matriarcal. Se elegían jefes de los clanes totémicos y se les con- cedían ciertos poderes, especialmente en tiempo de migración o guerra. Las reglas para determinar quién debía actuar como su- premo jefe varón variaban, según parece, en los diferentes matriarcados: habitualmente se elegía al tío materno de la reina, o a su hermano, o al hijo de su tía materna. El jefe supremo de la tribu más primitiva tenía también autoridad para actuar como juez en las disputas personales entre hombres, con tal de que no se menoscabase con ello la autoridad religiosa de la reina. La sociedad matrilineal más primitiva que sobrevive en la actualidad es la de los hogares de la India meridional, donde las princesas, aunque se casan con maridos niños de los que se divorcian inmediatamente, tienen hijos con amantes de cualquier posición social; y las princesas de varias tribus matrilineales del África Occidental se casan con extranjeros o plebeyos. Las mujeres de la realeza griega pre-helénica también consideraban como cosa corriente tomar amantes entre sus siervos, si las Cien Casas de Lócride y los locros epicefirios no fueron excepcionales.

Al principio se calculaba el tiempo por las fases de la luna, y
toda ceremonia importante se realizaba en una de esas fases; los solsticios y equinoccios no eran determinados con exactitud sino por aproximación a la siguiente luna nueva o llena. El número siete adquirió una santidad peculiar porque el rey moría en la séptima luna llena después del día más corto. Inclusive cuando, tras una cuidadosa observación astronómica, se demostró que el año solar tenía 364 días, con algunas horas más, hubo que dividirlo en meses -es decir ciclos lunares- antes que en fracciones del ciclo solar. Esos meses se convirtieron más tarde en lo que el mundo de habla inglesa sigue llamando "common-law months" (meses de derecho consuetudinario), cada uno de veintiocho días; el veintiocho era un número sagrado, en el sentido de que la luna podía ser adorada como una mujer, cuyo ciclo menstrual es nor- malmente de veintiocho días, y que éste es también él verdadero período de las revoluciones de la luna en función del sol. La se- mana de siete días era una, unidad del mes de derecho consuetudinario, y el carácter de cada día se deducía, al parecer, de la cua- lidad atribuida al correspondiente mes de la vida del rey sagrado. Este sistema llevó a una identificación todavía más íntima de la mujer con la luna y, puesto que el año de 364 días es exactamente divisible por veintiocho, la serie anual de los festivales populares se podía engranar con esos meses prescritos por la costumbre. Como tradición religiosa, los años de trece meses sobrevivieron entre los campesinos europeos durante más de un milenio después de la adopción del Calendario Juliano; así Robín Hood, quien vi- vió en la época de Eduardo II, pudo exclamar en una balada que celebraba el festival del Primero de Mayo:

"¿Cuántos meses felices hay en el año?
Hay trece, digo yo"

lo que un editor Tudor ha alterado cambiándolo por «Sólo hay doce, digo...». Trece, el número del mes de la muerte del sol, nun- ca ha perdido su mala reputación entre los supersticiosos. Los días de la semana estaban a cargo de los Titanes: los genios del sol, de la luna y de los cinco planetas descubiertos hasta entonces, que eran responsables de ellos ante la diosa como Creadora. Este sistema se desarrolló probablemente en la matriarcal Sumeria.

Así el sol pasaba por trece etapas mensuales que comenzaban
en el solsticio de invierno, cuando los días vuelven a alargarse después de su larga decadencia otoñal. El día extra del año side- ral, obtenido del año solar mediante la revolución de la tierra alrededor de la órbita del sol, fue intercalado entre el mes decimotercero y el primero, y se convirtió en el día más importante de los 365, la ocasión en que la ninfa tribal elegía el rey sagrado, generalmente el vencedor en una carrera, una lucha o un torneo de arco. Pero este calendario primitivo sufrió modificaciones: en algunas regiones el día extra parece haber sido intercalado, no en el solsticio de invierno, sino en algún otro Año Nuevo, en el día de la Candelaria, cuando se hacen evidentes las primeras señales de la primavera; en el equinoccio de primavera, cuando se consi- dera que el sol llega a la madurez; o en el solsticio estival; o en el orto de Sirio, cuando se produce la creciente del Nilo; o en el equinoccio otoñal, cuando caen las primeras lluvias. La mitología griega primitiva se relaciona, sobre todo, con las cambiantes relaciones entre la reina y sus amantes, que comien- zan con sus sacrificios anuales o bi-anuales y terminan, en la épo- ca en que se compuso la Ilíada y los reyes se jactaban de que «¡Somos mucho mejores que nuestros padres!», con el eclipse de aquélla por una monarquía masculina ilimitada. Numerosas analogías africanas ilustran las etapas progresivas de este cambio.

Una gran parte del mito griego es historia político-religiosa. Be
lerofonte, por ejemplo, doma a Pegaso, el caballo alado, y mata a la Quimera. Perseo, en una variante de la misma leyenda, vuela a través del aire y decapita a la madre de Pegaso, la gorgona Medusa; Marduk, un héroe babilonio, mata a la monstruosa Tiamat, diosa del Mar. El nombre de Perseo debería escribirse propiamente Pterseus, «el destructor»; y éste no era, como ha sugerido el profesor Kerenyi, una representación arquetípica de la Muerte, sino que, probablemente, representaba a los helenos patriarcales que invadieron Grecia y el Asia Menor a comienzos del segundo milenio a. de C., y desafiaron el poder de la Triple Diosa. Pegaso le fue consagrado porque el caballo, con sus cascos en forma de luna, figuraba en las ceremonias para producir lluvia y en la instalación de los reyes sagrados; sus alas simbolizaban una naturaleza celestial más bien que la velocidad. Jane Harrison ha señalado (Prolegomena to the Study of Greek Religión, Capítulo V) que Medusa era en un tiempo la diosa misma que se ocultaba tras una máscara profiláctica de gorgona: un rostro espantoso cuyo fin era el de prevenir al profano contra la violación de sus Misterios. Per- seo decapita a Medusa, es decir, los helenos saquearon los princi- pales templos de la diosa, despojaron a sus sacerdotisas de sus máscaras de gorgonas y se apoderaron de sus caballos sagrados -una representación primitiva de la diosa con cabeza de gorgona y cuerpo de yegua se ha encontrado en Beocia. Belerofonte, el doble de Perseo, mata a la Quimera licia: es decir que los helenos anularon el antiguo calendario medusino y lo reemplazaron con otro.

Asimismo, la destrucción por Apolo de Pitón en Delfos parece
registrar la captura por parte de los aqueos del templo de la diosa Tierra cretense; y lo mismo se puede decir de la intentada violación de Dafne, a quien Hera metamorfoseó inmediatamente en un laurel. Este mito ha sido citado por psicólogos freudianos como un símbolo del horror instintivo que siente una muchacha por el acto sexual; pero Dafne era todo menos una virgen asustada. Su nombre es una contracción de Daphoene, «la sanguinaria», la diosa en estado de ánimo orgiástico, cuyas sacerdotisas, las Ménades, masticaban hojas de laurel para embriagarse y periódicamente salían corriendo en noches de luna llena asaltando a viajeros incautos y despedazando a niños o animales jóvenes; el laurel contiene cianuro de potasio. Estos colegios de Ménades fueron suprimidos por los helenos y sólo el bosquecillo de laurel testimoniaba que Daphoene había ocupado anteriormente los templos: la masticación de laurel por alguien que no fuera la sacerdotisa profética de Belfos, a la que Apolo conservaba a su servicio en ese templo, estuvo prohibida en Grecia hasta la época romana.

Las invasiones helénicas de comienzos del segundo milenio a.
de C., llamadas habitualmente eólica y jónica, parecen haber sido menos destructoras que la aquea y la doria, a las que precedieron. Pequeña bandas armadas de pastores que adoraban a la trinidad de dioses aria -Indra, Mitra y Varuna- cruzaron la barrera natural del monte Otris y se adhirieron, bastante pacíficamente, a las co- lonias pre-helénicas de Tesalia y Grecia Central. Fueron acepta- dos como hijos de la diosa local y proporcionaron a ésta reyes sa- grados. De este modo una aristocracia militar masculina se reconcilió con la teocracia femenina no sólo en Grecia, sino también en Creta, donde los helenos consiguieron establecerse y exportar la civilización cretense a Atenas y el Peloponeso. Con el tiempo llegó a hablarse el griego en todo el Egeo y, en la época de Herodoto, solamente un oráculo hablaba en un lenguaje pre-helénico (Herodoto: viii, 134-5). El rey actuaba como el representante de Zeus, o Posidón, o Apolo, y se hacía llamar por uno u otro de esos nombres, aunque Zeus fue durante siglos un mero semidiós y no una divinidad olímpica inmortal. Todos los mitos primitivos sobre la seducción de ninfas por los dioses se refieren, al parecer, a ca- samientos entre caudillos helenos y sacerdotisas de la Luna locales; a los que se oponía enconadamente Hera, o sea el sentimiento religioso conservador.

Cuando la brevedad del reinado del rey empezó a resultar fasti-
diosa se convino en prolongar el año de trece meses hasta el Gran Año de cien lunaciones, al final del cual se produce una casi coin- cidencia del tiempo solar y el lunar. Pero como todavía había que fructificar los campos y las cosechas, el rey accedía a sufrir una falsa muerte anual y a ceder su soberanía durante un día -el intercalado, que quedaba fuera del año sideral sagrado- al rey niño substituto, o interrex, que moría a su término y cuya sangre era utilizada para la ceremonia de la aspersión. Luego el rey sagrado, o bien gobernaba durante todo el período de un Gran Año, con un «tanista» como lugarteniente, o los dos reinaban durante años alternos, o bien la reina les permitía dividir el reino en dos mitades y reinar concurrentemente. El rey representaba a la reina en muchas funciones sagradas, se ataviaba con las vestiduras de ella, llevaba pechos falsos, tomaba prestada su hacha lunar como un símbolo de poder e incluso se encargaba de su arte mágico de producir la lluvia. Su muerte ritual variaba mucho en los detalles; podía ser despedazado por mujeres feroces, traspasado con una lanza de pastinaca, derribado con un hacha, pinchado en el talón con una flecha envenenada, arrojado por un acantilado, quemado en una pira, ahogado en un estanque o muerto en un accidente de carro preparado de antemano. Pero debía morir. Se llegó a una nueva etapa cuando los niños fueron sustituidos por animales en el altar del sacrificio y el rey se negaba a morir una vez finalizado su prolongado reinado. Después de dividir el reino en tres partes y de conceder una parte a cada uno de sus sucesores, reinaba duran- te otro período de tiempo con la excusa de que se había descubier- to una aproximación más estrecha del tiempo solar y el lunar, a saber diecinueve años o 325 lunaciones. El Gran Año se había convertido en un Año Mayor.

Durante estas etapas sucesivas, reflejadas en numerosos mitos, el rey sagrado seguía manteniendo su posición sólo por derecho de matrimonio con la ninfa tribal, que era elegida bien como resultado de una carrera pedestre entre sus compañeras de la casa real, o bien por ultimogenitura, es decir, por ser la hija núbil más joven de la rama más reciente. El trono seguía siendo matrilineal, como lo era teóricamente incluso en Egipto, y, en consecuencia, el rey sagrado y su «tanista», eran elegidos siempre fuera de la casa real femenina; hasta que algún rey osado decidió por fin co- meter incesto con la heredera, considerada como su hija, y conseguir así un nuevo derecho al trono cuando hubiese que renovar su reinado.

Las invasiones aqueas del siglo XIII a. de C. debilitaron grave- mente la tradición matrilineal. Al parecer, el rey se las ingeniaba para reinar durante toda su vida natural; cuando llegaron los do- rios, hacia el final del segundo milenio, la sucesión patriarcal se convirtió en regla. Un príncipe ya no abandonaba la casa de su padre y se casaba con una princesa extranjera; ella iba a vivir con él, como hizo Penélope convencida por Odiseo. La genealogía se hizo patrilineal, aunque un episodio samio mencionado en la Vida de Homero del pseudo Herodoto demuestra que durante algún tiempo después de que las Apaturias, o sea el Festival del Paren- tesco Masculino, habían reemplazado al del Parentesco Femenino, los ritos consistían todavía en sacrificios a la Diosa Madre a los que no podían asistir los hombres.
Entonces se convino en el sistema familiar olímpico como una
transacción entre los puntos de vista helénico y pre-helénico: una familia divina de seis dioses y seis diosas, encabezada por los co- soberanos Zeus y Hera, que formaba un Consejo de Dioses al esti- lo de Babilonia. Pero tras una rebelión de la población pre- helénica, descrita en la Ilíada como una conspiración contra Zeus, Hera quedó subordinada a aquél, Atenea se declaró «totalmente en favor del Padre» y al final Dioniso aseguró la preponderancia masculina en el Consejo desalojando a Hestia. Sin embargo, las diosas, aunque quedaron en minoría, no llegaron nunca a ser excluidas por completo -como lo fueron en Jerusalén- porque los venerados poetas Homero y Hesíodo «habían dado a las deidades sus títulos y distinguido sus diversas incumbencias y facultades especiales». (Herodoto: ii.53), que no podían ser expropiados fácilmente. Es más, el sistema de reunir a todas las mujeres de sangre regia bajo la dirección del rey para desalentar así los posibles atentados de extraños contra un trono matrilineal, adoptado en Roma cuando se fundó el Colegio de las Vestales, y en Palestina cuando el rey David formó su harén regio, nunca llegó a Grecia. La descendencia, la sucesión y la herencia por línea paterna impiden la creación de nuevos mitos; entonces comienza la leyenda histórica y se desvanece a la luz de la historia común.

Las vidas de personajes como Heracles, Dédalo, Tiresias y Fin
eo abarcan varias generaciones, por lo que en realidad son títulos más que nombres de determinados héroes. Sin embargo, los mitos, aunque es difícil conciliarlos con la cronología, son siempre prácticos: insisten en algún punto de la tradición, por mucho que se haya podido deformar el significado en la narración. Tómese, por ejemplo, la confusa fábula del sueño de Éaco, en el que las hormigas que caen de una encina oracular se convierten en hombres y colonizan la isla de Egina después de haberla despoblado Hera. Aquí los puntos más interesantes son: que la encina había nacido de una bellota de Dodona, que las hormigas eran hormigas tesalias y que Éaco era nieto del río Asopo. Estos elementos se combinaron para proporcionar una historia concisa de las inmigraciones a Egina hacia el final del segundo milenio a. C.

A pesar de la semejanza de desarrollo en los mitos griegos, to
das las interpretaciones minuciosas de leyendas detalladas estarán abiertas a discusión hasta que los arqueólogos puedan proporcionar una tabulación más exacta de los movimientos tribales en Grecia y de sus fechas. Sin embargo, el examen histórico y antropológico es el único razonable; la teoría de que la Quimera, la Esfinge, la Gorgona, los Centauros, los Sátiros y otros seres parecidos son precipitaciones ciegas del inconsciente colectivo jungiano a las que nunca se ha atribuido, ni se podía atribuir, un significado preciso, es desmostrablemente falsa. Las edades del bronce y la primitiva del hierro en Grecia no fueron la infancia de la humanidad, como indica el Dr. Jung. El que Zeus se tragara a Metis, por ejemplo, y luego diera a luz a Atenea a través de un orificio abierto en su cabeza, no es una fantasía irreprimible, sino un ingenioso dogma teológico que incluye por lo menos tres opiniones contradictorias entre sí:
1) Atenea era la hija partenogénica de Metis; es decir la persona
más joven de la Tríada encabezadas por Metis, diosa de la Sabiduría.
2) Zeus tragó a Metis; es decir que los aqueos suprimieron su culto y atribuyeron toda la sabiduría a Zeus como su dios patriarcal.
3) Atenea era hija de Zeus; es decir que los aqueos adoradores
de Zeus no destruyeron los templos de Atenea a condición de que sus adoradores aceptaran la soberanía suprema de Zeus.

La deglución de Metis por Zeus, con su consecuencia, tenía que ser representada gráficamente en las paredes de un templo; y así como el erótico Dioniso -en otro tiempo hijo partenogénico de Semele- renació de su muslo, también la intelectual Atenea renació de su cabeza.
Si algunos mitos desconciertan a primera vista ello se debe con frecuencia a que el mitógrafo ha interpretado mal, accidental o deliberadamente, una imagen sagrada o un rito dramático. Yo he llamado a ese procedimiento «iconotropía» y se pueden encontrar ejemplos de ella en todos los cuerpos de literatura sagrada que ponen el sello sobre una reforma radical de creencias antiguas. El mito griego abunda en ejemplos iconotrópicos. Las mesas de taller con tres patas, de Hefesto, por ejemplo, que se trasladaban por sí solas a las asambleas de los dioses y volvían del mismo modo (Ilíada, XVIII. 368 y ss.), no son, como sugiere sutilmente el Dr. Charles Seltman en su Twelve Olympian Gods, anticipaciones de los automóviles, sino discos del Sol dorados con tres patas cada uno (como el emblema de la isla de Man), y representan, al pare- cer, el número de los años de tres estaciones durante los cuales se permitía reinar a un «hijo de Hefesto» en la isla de Lemnos. Asi- mismo el llamado «Juicio de Paris», en el que se apela a un héroe para que decida entre los encantos rivales de tres diosas y otorgue su manzana a la mas bella, es el testimonio de una antigua situa- ción ritual superada en la época de Homero y Hesíodo. Esas tres diosas en tríada: Atenea, la doncella; Afrodita, la ninfa: y Hera, la anciana son una sola diosa, y es Afrodita quien ofrece la manzana a Paris, no ella quien la recibe de él. Esta manzana, que simboliza su amor comprado por Paris al precio de su vida, será el pasaporte de este para los Campos Elíseos, los huertos de manzanas del oc- cidente en los que sólo son admitidas las almas de los héroes. Un don análogo se ofrece con frecuencia en el mito irlandés y gales, del mismo modo en que las Tres Hespérides lo ofrecen a Heracles y Eva «la Madre de Todo lo Viviente» a Adán. Así Némesis, diosa del bosquecillo sagrado que en el mito posterior se convirtió en un símbolo de la venganza divina sobre los reyes orgullosos, lleva una rama de la que cuelga una manzana, su don a los héroes. Todos los paraísos de las edades neolítica y de bronce son islas lle- nas de huertos; la propia palabra paraíso debería significar «huerto».

La verdadera ciencia del mito debería comenzar con un estudio
de la arqueología, la historia y la religión comparada, no en el consultorio del psicoterapeuta. Aunque jungianos sostienen que «los mitos son revelaciones originales de la psique preconsciente, informes involuntarios acerca de acontecimientos psíquicos inconscientes», el contenido de la mitología griega no era más mis- terioso que las modernas caricaturas electorales, y en su mayor parte fue formulada en territorios que mantenían estrechas relaciones políticas con la Creta minoica, país lo bastante sofisticado como para contar con archivos escritos, edificios de cuatro pisos con un sistema de cañerías higiénicas, puertas con cerraduras de aspecto moderno, marcas de fábrica registradas, ajedrez, un sistema central de pesos y medidas y un calendario basado en pacientes observaciones astronómicas.


(...)
La población de Akan es el resultado de una antigua emigración hacia el sur de bereberes de Libia -primos de los pobladores pre-helénicos de Grecia- desde los oasis del desierto del Sahara y sus casamientos en Tombuctú con negros del río Níger. En el siglo XI d. de Cristo, avanzaron todavía más hacia el sur, hasta lo que es ahora Ghana. Cuatro tipos de culto diferentes subsisten entre ellos. En el más primitivo adoran a la Luna como la suprema, triple diosa Ngame, claramente idéntica a la Neith libia, la Tanit cartaginesa, la Anatha cananea y la Atenea griega primitiva. Se dice que Ngame dio a luz los cuerpos celestiales por sus propios es- fuerzos y que luego dio vida a los hombres y animales arrojando flechas mágicas con su arco en forma de luna nueva a sus cuerpos inertes. También se dice de ella, en su aspecto homi- cida, que quita la vida, como hacía su equivalente la diosa Luna Ártemis. A una princesa de linaje real se la juzga ca- paz, en épocas inestables, de ser vencida por la magia lunar de Ngame y parir una divinidad : tribal que fija su residencia en un templo y conduce a un grupo de emigrantes a alguna región nueva. Esta mujer se convierte en reina madre, jefe en la guerra, juez y sacerdotisa de la colonia que funda. Entretanto la divinidad se ha revelado como un animal totémico protegido por un tabú rigu- roso, aparte de la cacería anual y el sacrificio de un ejemplar úni- co; esto arroja luz sobre la cacería de la lechuza que realizaban anualmente los pelasgos en Atenas. Entonces se forman estados que consisten en federaciones tribales, y la divinidad tribal más poderosa se convierte en el dios del Estado.

El segundo tipo de culto señala la coalescencia de Akan con los
adoradores sudaneses de un dios Padre, Odomankoma, quien pre- tendía haber creado el universo por sí solo; los dirigían, al parecer, caudillos varones elegidos y habían adoptado la semana de siete días sumeria. Como un mito de transacción, se dice ahora que Ngame dio vida a la creación muerta de Odomankoma; y cada divinidad tribal se convierte en una de las siete potencias planetarias. Estas potencias planetarias -como he supuesto que sucedió también en Grecia cuando llegó del Oriente el culto de los Titanes- forman parejas de varón y hembra. La reina madre del Estado, como representante de Ngame, realiza un casamiento sagrado anual con el representante de Odomankoma, es decir su amante elegido, a quien, al terminar el año, los sacerdotes matan y desuellan. La misma práctica parece haber prevalecido entre los griegos.

En el tercer tipo de culto el amante de la reina madre se convierte
en rey y es venerado como el aspecto masculino de la Luna, análogamente al dios fenicio Baal Haman; y un muchacho que desempeña el papel de rey muere en substitución de él cada año. La reina madre delega entonces los poderes de principal funcionario ejecutivo en un visir y se concentra en sus propias funciones fertilizantes rituales.

En el cuarto tipo de culto el rey, habiendo conseguido el homenaje
de varios reyezuelos, abroga su aspecto de dios Luna y se proclama rey Sol al estilo egipcio. Aunque sigue celebrando el casamiento sagrado anual, se libera de la dependencia de la Luna. En esta etapa el casamiento patrilocal reemplaza al matrilocal, y a las tribus se les proporciona antepasados varones heroicos a los que puedan adorar, como sucedió en Grecia, aunque la adoración del sol nunca desalojó allí a la adoración del trueno. Entre los akan, cada cambio en el ritual de la corte queda seña- lado por una agresión al mito aceptado de los acontecimientos celestiales. Así, si el rey ha nombrado a un portero real para dar más lustre a su oficio lo ha casado con una princesa, se anuncia que un portero divino del Cielo ha hecho lo mismo. Es probable que el casamiento de Heracles con la diosa Hebe y su designación como portero de Zeus reflejara un acontecimiento análogo en la corte de Micenas; y que los banquetes divinos en el Olimpo reflejaran celebraciones análogas en Olimpia bajo la presidencia conjunta del rey supremo de Micenas, semejante a Zeus, y la suma sacerdotisa de Hera en Argos.



"Los Mitos Griegos" Robert Graves

1 comentario:

Vera ^_^ dijo...

Google: Robert Graves Mitos Griegos Introduccion = Este blog.

Fantastico texto, queria pasarselo a una amiga =)

Interesante blog.

Saludos.